El festín de Víctor Flores

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  • El cacique del gremio ferrocarrilero se exhibe, una vez más, con sus barbies despampanantes, una de piel blanca y otra de piel morena
  • Las cuotas de los trabajadores del riel están trabajando para la inmensa felicidad del dirigente 

Luis Velázquez

Primero llegó una Barbie al café del Bicentenario. Bajita, menos de un metro y medio, piel blanca y cabello cortito, pechos y pompis exuberantes, llevaba una blusita para ventilar su estómago y unos shorcitos demasiado arremangados en sus extremidades inferiores que una hoja de parra la cubriría más.

Incluso, significaba un pecado mortal dejar de mirarla y admirarla, pues hasta las chicas y señoras a su paso dejaron de tomar el café para voltear.

Entró al café y medio kilómetro después se sentó en un rincón en una mesa reservada para unos veinte personas, ocupada entonces por un joven solitario, rapado y fornido, lentes negros, jugando con el celular, que había reservado.

Después, como a los 5 minutos entró la segunda Barbie al café.

Ella, morenita, de un metro con 80 centímetros, aprox., llevaba una blusa de manga larga color pastel enfundado su cuerpo delgado, sin ninguna llantita, en un pantalón azul ajustado.

Desde lejos, cerca de las cafeteras, miró el escenario y buscó con la mirada hasta detenerse en la mesa reservada para unas 20 personas y miró a la otra Barbie.

Pero se detuvo en seco.

Prefirió esperar el momento estelar, acompañada de un señor que parecía su escolta.

Cinco minutos después entró el líder sindical. Llegó custodiado por un cuarteto de escoltas, caminando despacio, calculando cada paso como en una pasarela.

La guayabera blanca de manga larga, en el pantalón gris, flaco, nadie nunca jamás le miró los ojos que ocultaba en unos lentos negros, los mismitos que utilizó toda su vida Fidel Velázquez, el perpetuo jerarca de la CTM.

Y la Barbie que estaba de pie mirándolo a lo lejos se descolgó aprisa, como una venadita huyendo del cazador hasta llegar casi juntos a la mesa.

En el camino se encontraron y la Barbie de unos 25 años le dio un beso de palomita en los labios a Víctor Flores, el eterno cacique del gremio petrolero, que en su juventud, con todo y su piel de color, se soñaba el Elvis Presley del Golfo de México, a tal grado que así vestía para las pachangas de cumpleaños en el barrio donde vivía.

MEDIA NALGA AL DESCUBIERTO

Saludó de manos al club de Tobi que a su alrededor se había adueñado de las sillas. 18 hombres y un par de barbies. Víctor Flores se sentó a un lado de la Barbie de 25 años; del otro lado, la Barbie del shorcito pecaminoso que dejaba media nalga al descubierto.

Fue el miércoles 19 de agosto, hacia las diez y media de la mañana, quizá las 10:45am.

Y entonces, como avispas atrás del panal, hormiguitas buscando el itacate, el montón de meseros se lanzaron sobre el cacique ferrocarrilero y hasta los capitanes se le tendieron al piso, conscientes y seguros de que Víctor Flores, apodado también “El rey Midas” es demasiado, excesivo generoso con las propinas que a nombre de los hombres del riel les deja en cada visita por ahí.

Los 17 hombres en la mesa querían hablar con él. Disputaban el momento oportuno. Acechaban como si estuvieran cazando conejos. Pero el líder sólo tuvo espacio y tiempo, voluntad sindical y voluntad política y voluntad humana para su par de barbies.

Unas veces, hablaba para ellas y para los hombres cercanos a su silla. Otras, de plano, se acercaba al oído de una y de la otra y algún comentario ocurrente les hacía porque las dos terminaban sonriendo.

Quizá, claro, pudo tratarse de una sonrisa fingida, sabedoras como se sabían de las miradas de los parroquianos, y más cuando las dos barbies se levantaron al baño estremeciendo a los comensales que dudaban si mirar a una o a la otra, una de piel blanca y la otra de piel morena, el festín de Víctor Flores.

“El líder siempre ha sido así” dijo un mesero. “Siempre llega con barbies, sus damas de compañía”.

El líder tomó un café y comió una canilla. Luego, una picada y una gorda. Después, unos tirados. Y como su par de reinis parecían, digamos, del altiplano, el DF, entonces, pidieron igual. Así, de paso, lo halagaban en su preferencia gastronómica.

La escena era clásica, como en el siglo pasado, el auge de los líderes sindicales y los caciques gordos y los políticos al estilo de Ernesto Gómez Cruz en la película “El infierno” de Luis Estrada, Damián Alcázar en “La ley de Herodes”.

El cacique ferrocarrilero, con guayabera de manga larga, con lentes negros, bigotito, anillote de oro en los dedos de la mano, rodeado de un par de barbies.

Y en el resto de la mesa, la servidumbre que tira incienso y se pone de alfombra para su paso, entre ellos, los escoltas con la pistola en la bolsita de cuero… para lo que se ofrezca.

Pagada la cuenta, enfrente del café apareció de improviso una camioneta blindada. La puerta se abrió y sólo entraron las barbies y el líder y el resto de los comensales, a correr cada uno a sus carros.

El líder se perdió con ellas en la avenida Adolfo Ruiz Cortines en la mañana ardiente.