jueves, junio 27, 2024

LOS PASIVOS SOCIALES

Ángel Lara Platas

Las elecciones del 2018, las más complejas en la historia reciente de nuestro país, las estaremos recibiendo con una democracia que no se ha terminado de construir. Los principales contrapesos del gobierno no han asumido el papel que les corresponde. La sociedad permanece en actitud silente, apática de lo político. Los votantes votan en base a fobias: “No sé en favor de quien votaré, pero sí sé contra quien lo haré”. El ciudadano sanciona sólo en la soledad de la mampara. El inconveniente es que castiga sin analizar perfiles de los candidatos, se queda con las palabras envolventes de su arenga, no profundiza en la viabilidad de lo que promete. Por eso las sorpresas.

Nos atrapan los discursos cuando hablan de dar, de regalar, de conceder. No nos detenemos a pensar que cuando a alguien le dan dinero público, a alguien se lo quitan. Regalar dinero del erario se llama dilapidar. Dilapidar el dinero es dejar de hacer obra pública de calidad, es faltar a la moral pública.

Con tal de ganar, hay candidatos que comprometen cosas que terminan anclando el desarrollo de los pueblos que gobernarán. Lo peor de todo es que hay gente que cree esas falsedades, las apoya y las aplaude. Luego, el arrepentimiento resulta tardío, sin reversa, y a padecer las consecuencias.

Si los mexicanos fuésemos un pueblo politizado, otra cosa sería. No podemos avanzar sobre las líneas del progreso y desarrollo mientras nos mantengamos en actitud contemplativa. No se trata de tomar las armas, ni siquiera alterar la paz pública. Se trata de conciencia, de valores y principios. Si no los tenemos, urge los adquiramos. Busquémoslos, encontrémoslos.

No podremos tener lo que más nos convenga, ni mucho menos contribuir al fortalecimiento de la democracia, mientras no hagamos lo que nos corresponde como ciudadanos. Sabemos que las cosas en diversos ámbitos no están bien, que requieren mejorar, pero la crítica sola no basta para contribuir en lo que hay que componer.

Lo que ahora padece Venezuela es, sin lugar a dudas, el claro ejemplo del voto del enojo, del hartazgo, del rencor. Los venezolanos padecían el dispendio y la corrupción rampante de los gobiernos anteriores a Hugo Chávez. Clamaban por un cambio. Lo consideraban justo y necesario. Se fueron con el que ofrecía, ofrecía y ofrecía, y ahí están los resultados.

Los pueblos educados, preparados y participativos de la política de su país, caminan por senderos del crecimiento.

Para que la política mejore, se requiere elevar el nivel educativo. No hay que olvidar que es la sociedad la que aporta políticos a la política. Resultar buenos, regulares o malos, depende de las fortalezas sociales. Como ciudadanos somos responsables directos de elevar la calidad de la política. La criticamos, la enjuiciamos, la satanizamos, pero todo desde la comodidad de la butaca.

Está demostrado que la corrupción tiene raíces en la educación familiar. Es en la familia donde inicia la tolerancia de conductas impropias. Si en la infancia pudieran ser intrascendentes, crecen a la par de nosotros al grado de alcanzar, en la adultez, conductas de suma gravedad.

Es en la casa donde los valores empiezan a torcerse. Dibujamos la cómplice sonrisa cuando el hijo regresa a la casa con dinero que no ganó, o con una cartera con la que no salió.

Es tal el avance de la corrupción, que casi se convierte en una forma de cultura. Los complicados trámites burocráticos son motivantes de corrupción.

Lo peor. En actitud cómplice elogiamos la “franqueza” del ladrón, como aquel alcalde que cínicamente admitió que sí robó, “pero poquito”. Luego, volvieron a votar por él para el cargo donde robó mucho más que poquito.

Otra frase justificadora es: “No importa que roben, pero al menos que hagan algo”. De forma tácita estamos consintiendo la malversación de los recursos públicos.

O es la necesidad económica o es la costumbre, pero aún sigue el impulso de recibir a los candidatos con la mano extendida para obtener cualquier canonjía. De ideas no hablamos con ellos, tampoco de propuestas, mucho menos de filosofía.

Dejar que sea la escuela la que se encargue de la educación de los hijos es más que un error.

Poco se puede esperar de una sociedad más preocupada en el consumo que en la educación. Nuestras virtudes han sido relegadas a la obsolescencia. Hemos convertido los bienes materiales en la principal carta de presentación ante la sociedad. A nuestro espíritu lo estamos alimentando con los “likes” de las fotos que “subimos”.

¿Dónde quedan nuestras aspiraciones de vida cuando  nuestro mayor propósito es el iPhone X?

La convivencia la tenemos con semejantes virtuales del Facebook o del Instagram.  La comunicación humana está en extinción. La gramática, construida durante cientos de años, en ocho la destruyó WhatsApp. Con el nuevo lenguaje, ni entendemos ni nos entienden.

¿En éstas circunstancias estaremos en posibilidades de exigirles mayores niveles de probidad a nuestros políticos?

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