- Breve historia de unas colas tortuosas en el IMSS para avisar al departamento de Supervivencia que uno sigue vivo
- Más de 300 personas en la planta baja del edificio con sólo tres hileras de butacas de cuatro espacios, cada una, para sentarse
Luis Velázquez
El viernes 18 de septiembre, a las 7 de la mañana, el viejito Jorge Arias llegó al IMSS de la avenida Díaz Mirón, en el puerto jarocho, dispuesto a invertir las próximas dos, tres, cuatro horas de su vida en el trámite de la “supervivencia” que significa avisar que el jubilado está vivo para que le sigan pagando la pensión.
Por fortuna, llevaba, como siempre, un libro, ahora de Carlos Fuentes, quien amaba los embotellamientos en la ciudad de México porque había leído un montón de libros mientras su automóvil, atrapado en la hora pico, que son todas, circulaba a vuelta de rueda, cuando mucho.
Así, cuando Jorge Arias entró a la planta baja del edificio del IMSS miró con alegría y esperanza el libro de Fuentes, “París, la revolución de mayo”, unas súper crónicas que releía para ejercitarse en la imaginación literaria.
Y más cuando contó más de cien personas en la fila de la supervivencia.
Pero también cuando miró colas por todos lados.
Fila para la supervivencia. Fila para el carnet. Fila para sacarse sangre. Fila para pasar al programa de Mesalud. Fila para una consulta médica. Fila en farmacia. Fila para actualizarse en la modernidad de cara a la supervivencia vía electrónica.
En fin, en la planta baja del Seguro Social, unas 300 personas haciendo cola.
Entonces, una señora de unos 65 años que estaba adelante exclamó pajareando las colas por todos lados:
“¡Ojalá y nunca me internen aquí!”.
Y se persignó despacio, lenta, sin prisas ni urgencias, saboreando la cruz en su mano caminando en su cara de norte a sur y de este a oeste.
Jorge Arias, viejito, chocho, piernas hinchadas, dolores de la espalda, tres columnas vertebrales desviadas por una caída del tren andando en su pueblo, buscó con angustia una butaca vacía en las tres únicas hileras de butacas en la planta baja.
Todas, ocupadas.
Y en todas las butacas adultos mayores como les llaman, seniles, pensionados, muchos de los cuales debían notificar que también seguían vivos.
Muchos de ellos con bastón. Unos dos o tres o cuatro con sillas de ruedas a un lado. Dos, con tanque de oxígeno.
Todos, con un nieto, un hijo mayor, haciendo fila, esperando el turno.
Jorge Arias miró el reloj y eran las 7 con 10 minutos y las colas estaban a reventar, como si regalaran boletos para una despensa y/o para el juego de fútbol de los Tiburones Rojos con el América.
Tal cual decidió amar con frenesí las santas y reverendas filas en un país donde para todo se hacen colas, hasta para entrar al cine.
Y una forma de amarlas era leyendo a Carlos Fuentes.
Pero, bueno, una cosita es que Carlos Fuentes amara los embotellamientos en el DF, sentado en la parte trasera de su automóvil, incluso, con aire acondicionado, fumando un cigarrito y un cafecito comprado en el café de la esquina, con chofer al frente, y otra, leer a Carlos Fuentes en la cola del IMSS y estar de pie.
Más, con las piernas hinchadas por las varices y el dolor de espalda por la panza en forma de O, como si la noche anterior se hubiera tragado una pelota de fútbol.
Ni hablar, exclama un personaje de Fuentes en la última frase de una de sus novelas:
“¡Aquí nos tocó vivir y qué le vamos a hacer!”.
UN ALFILER EN LA MULTITUD
A las 8 de la mañana cuando las secretarias abrieron las ventanillas, la cola daba vuelta en la esquina.
Y a partir del momento empezó a caminar paso a pasito; pero, además, pasito de tortuga haragana, que da un paso y se duerme.
Para entonces, las varices estaban encendidas, palpitando como vena aorta, casi listas para estallar, con 70 minutos de pie, sin ninguna posibilidad para sentarse en el piso recargado en alguna pared, porque todos los espacios estaban ocupados y se caminaba en la planta baja como un alfiler en una multitud.
Entre las 8:30 y las 8:45 A.M. un director, médico chaparrito, gordito, panza descomunal alternando con un bigotito negro, finito, delgadito, enfundado en una bata con el logotipo del IMSS, se acercó a la cola y pidió un minuto:
–Pensionados, les aviso que a las 9.50 horas habrá un receso de una media hora para el simulacro nacional de temblores. Y, por tanto, el servicio será suspendido.
“¡En la madre!”, exclamó Jorge Arias. “¡En la madre!”, se repitió mirando al de junto.
Y en la madre, porque por delante había unas cien personas y atrás otras cien atrás.
“¡Ánimo!”, dijo otro pensionado sonriendo pícaro como para dar esperanza.
El compita quiso entonces irse a la bitácora de la ventanilla para determinar el número de minutos que un pensionado demoraba en el trámite para así derivar el número de minutos que significaría atender a los cien que estaban por delante.
Eran casi las nueve y sólo quedaba una hora. Es decir, a minuto por pensionado 60. Y si eran cien en la cola, y Jorge Arias era el 101, ninguna posibilidad de ser atendido el mismo día.
Ni la desmañanada, vaya.
Cerró “París, la revolución de mayo”. Volvió a echar cuentas. Calculó una y otra vez. Imaginó. Soñó. Y de pronto, la salvación:
Una secretaria salió al encuentro de la esperanza y anunció que formaría tres colas. Una para la supervivencia. Y otra para la actualización. Y otra para las Incapacidades.
Tal cual, cuando las tres filas estuvieron formadas con la paciencia absoluta de la burócrata de piernas largas por desgracia escondidas en un pantalón color azul, en la cola de la supervivencia ya sólo quedaron quince.
Y con quince por delante, chance y el tiempo alcanzaba para avisar ese mismo día a la señorita del IMSS que Jorge Arias seguía vivo y por tanto debían continuar pagando la pensión.
Lo supo más cuando la burócrata a cargo del área despachaba en tres minutos a los pensionados, gracias a que por fortuna tenía una impresora que rápido, rapidito, antes de que el gallo cantara tres veces, imprimía la hoja de la supervivencia para estampar la firma y dejar constancia que todavía existía pensionado para largo…