Una mañana de mediados de enero del 2015, un hombre llegó a la ciudad fronteriza turca de Akçakale. Tras pagarle a un barrendero de la zona, cruzó la frontera a través de un agujero de la valla y entró en Siria.
Se trataba de Abu Ali, un jordano de 38 años. Tras haberse divorciado de su esposa, que no podía tener hijos, y perder su trabajo, Ali quería «nacer de nuevo», cambiar su vida radicalmente, y fue a Siria para unirse a las filas del Estado Islámico, con la esperanza de «conseguir un trabajo de escritorio» y simplemente ser un «buen musulmán».
Después de una hora o así, apareció un coche, y un integrante del grupo terrorista condujo a Abu Ali a una casa de acogida. Se trataba de un edificio grande, de una sola planta y con un jardín en la parte trasera, donde había cerca de una docena de otros recién llegados.
«Era como un aeropuerto. Vi a estadounidenses, ingleses, franceses y gente de otros países. Solo uno era sirio», relató Abu Ali, cuya historia de su «vida en el infierno» publica el diario ‘Daily Mail’.
En los siguientes días, mientras los ‘funcionarios’ del Estado Islámico investigaban sus antecedentes, dormía en un colchón y conocía a los demás reclutas, que en su mayoría hablaban inglés.
Al cabo de cinco días, los subieron a un minibús y los llevaron al este de la ciudad de Homs. Durante las siguientes dos semanas, todos los hombres despertaban antes del amanecer, rezaban y salían a la calle para correr y hacer flexiones, después de lo cual, recibían las lecciones de la sharia, centradas en la diferencia entre los musulmanes y no musulmanes, y la necesidad de luchar contra los infieles y los apóstatas.
La macabra prueba de lealtad
Una noche, un emir yihadista mostró a los reclutas a través de un proyector el brutal asesinato del piloto jordano Muad al Kasaesbe, quien fue quemado vivo por los terroristas en el 2015.
Ali, el único jordano en la sala, no dijo nada, pero su horror al ver el video debió de haberse reflejado en su rostro. Ante la mirada del emir, Abu Ali, a quien desde pequeño se le había enseñado que quemar a un hombre hasta la muerte está prohibido en el islam, empezó a temblar y espetó: «Que Dios me ayude».
Tras esta especie de prueba de lealtad, el jordano tuvo que mantener una charla con el emir para explicarle su reacción. La justificación pareció satisfacer al emir y Ali evitó el castigo.
Al terminar el curso de la sharia y los posteriores entrenamientos militares, los reclutas juraron lealtad, y se les informó de que serían enviados a las líneas del frente en Irak.
A la protesta de Ali, de que «no quería ir a la primera línea» y que le dijeron «que podría trabajar en la parte administrativa en Raqqa», el comandante terrorista le recordó que había prestado juramento y debía «escuchar y obedecer» si no quería ser castigado con «la pena de muerte».
En Irak
El jordano fue mandado a Garma, un pueblo cercano a la línea del frente al oeste de Bagdad, donde tuvo que hacer, junto con otro recluta, un «trabajo aterrador»: arrastrar a los heridos del campo de batalla.
En la mañana del tercer día, Abu Ali y su nuevo amigo Abu Hassan se dirigieron a un comandante yihadista iraquí diciendo que no querían luchar más y que «el profeta Mahoma no obligaba a los hombres a luchar en contra de su voluntad».
Entonces, Ali fue devuelto a Raqqa, donde pasó unos días en una prisión del Estado Islámico, situada en un estadio de fútbol, después de lo cual, le informaron de que le darían «una nueva oportunidad» y lo enviarían a luchar en Siria, a la ciudad de Manbij.
La vuelta
Unos días más tarde, Abu Ali estaba solo en una casa en Manbij, al lado de la cual había un cibercafé, cuando de repente oyó el sonido de un mensaje de WhatsApp en su móvil. Era su exesposa, que le había mandado una vieja expresión que le gustaba mucho a ambos: «Si amas algo déjalo ir. Si no regresa, no era para ti, pero si lo hace, será tuyo para siempre».
«El segundo que vi su primer mensaje comencé a odiarlos a todos. Me dije a mí mismo: ‘¿Qué he hecho?'», recuerda el hombre, quien enseguida se disculpó por sus errores y le dijo a su mujer que quería volver.
Lo hizo con la ayuda de uno de sus excompañeros en Irak, un hombre marroquí que había escapado a Turquía.
En la noche del 25 de mayo de 2015, poco más de cuatro meses después de haber entrado en el territorio del Estado Islámico, Abu Ali se arrastró por un agujero en la valla fronteriza de vuelta a la libertad.