domingo, septiembre 22, 2024

Diario de un reportero

  • El declamador de la FACICO
  • Un fauno periodístico
  • Furtivo amor en la biblioteca

Luis Velázquez

DOMINGO

El declamador de la FACICO

A las dos de la mañana en noche de copas que se prolongaba hasta las 6 horas, al reportero Othón Hernández le daba por declamar.

Entonces, pedía un minuto de silencio que eran muchos más y recitaba “Y yo que me la llevé al río… creyendo que era mozuela”.

Dotado de una memoria prodigiosa se sabía más de cien poemas kilométricos, entre ellas, El brindis del bohemio, que todos los borrachos de América Latina hemos recitado, y La chacha Micaela, que era el poema favorito del mártir priista del siglo XX, Luis Donaldo Colosio.

En cada estrofa Othón se echaba un trago para limpiar y afinar la voz ante un auditorio levitando en el cielo etílico cautivo con la palabra rítmica y consonante del aquel declamador de la entonces facultad de Periodismo de la UV.

Una hora, dos horas, quizá, el compita declamaba y luego, hacia las 4 de la madrugada, la hora más profunda del sueño, Othón a la cabeza, el ejército aquel se trasladaba a la casa de su novia para una serenata con un poema intermedio.

Incluso, la madrugada en que Othón se robara a su novia la horda estudiantil lo acompañó como si ella fuera la heroína de todos.

Incluso, llegaron a la casa de la novia cargando la escalera por donde ella bajó del segundo piso a la calle y perderse la pareja en la oscuridad de la madrugada.

LUNES

Un fauno periodístico

Pepe Murillo fue la otra leyenda en la facultad de Periodismo, cuando todos éramos felices e indocumentados.

Reportero nato, mejor cronista, maestro del reportaje, nunca, jamás, pudo calentar unos centavitos en el bolsillo porque le ardía la urgencia para derrochar el billetito en alcohol y mujeres.

Tal cual, a la tercera, cuarta copa, siempre pedía el servicio de trabajadoras sexuales para todos, porque sólo así puede libarse a gusto, decía, escuchando, incluso, un trío en el bullicio porteño de Los Portales.

Una vez lo operaron de una hernia. Y al tercer día, ya en el departamento donde vivía, una vez lo visitaron los amigos y lo sorprendieron en el pasillo correteando a la empleada doméstica, fauno como era, incapaz de controlar el deseo sexual.

Y cuando descubrió a los compas que iban subiendo las escaleras, casi a punto de atrapar a la chica, fingió que un dolor le daba un manotazo en el estómago y se dobló a todo lo que pudo para que todos corrieran, prestos y solícitos, a enderazarlo.

MARTES

El patio de los sueños

El Patio se llamaba aquel centro nocturno donde la madrona se llamaba Rubí y era la mujer más generosa y solidaria con los estudiantes de la facultad de Periodismo de la UV: a todos les fiaba el consumo de licor y de chicas y hasta les daba el consumo a mitad de precio.

Ella, urgida de cariño, flagelada por la espantosa y cruda soledad, sólo esperaba que entre la horda estudiantil alguien fuera recíproco y se convirtiera en su compañero.

Y ni hablar, la suerte de su compañía se decidió en un volado y el sacrificado fue Héctor Fuentes, quien a partir del momento tenía prohibido involucrarse con alguna galopina, mientras el resto de la tropa usufructuaba el renglón crediticio.

Semanas después le fue mucho mejor. La doña le obsequió un volchito, lo vistió con ropa y zapatos de marca, siempre traía dinero y se lo llevó a vivir a su departamento.

Entonces, Héctor Fuentes creyó descubrir su vocación de galán, terminó la carrera de Periodismo y dedicó el resto de su vida a curar la soledad de las mujeres de la tercera, cuarta y quinta década.

MIÉRCOLES

Furtivo amor en la biblioteca

La biblioteca de la vieja y milenaria facultad de Periodismo se convirtió en el recinto del amor y el sexo.

Había tres cubículos que mañana y tarde, incluso, hasta las 7, 8 de la noche, hora del cierre académico, era disputada por las parejas estudiantiles.

Allí cada pareja solía encerrarse, incluso, con un amigo de guardia en la puerta, para vivir el amor impetuoso de juventud, llegando a un rapidín.

Cada pareja tenía derecho a media hora, suficiente para el flirteo y los siete minutos estelares que según Irving Wallace en su famosa novela y Sigmund Freud suele durar la plenitud sexual, el momento estelar, el instante cumbre.

Mientras, unas estudiantes, siempre mujeres, amigas de la pareja en turno de aquel cubículo/hotel de paso, platicaban con la bibliotecaria nomás para distraerla.

Había un compañero, profesor de primaria, Leonel Rosado, desmadroso, que de pronto aparecía y frente a los cubículos gritaba con todo el fuego artificial:

“¡Fuera manos!”… y abría la puerta para sorprender a la pareja furtiva.

Todo mundo llegó a odiarlo…

JUEVES

Los famosos viajes de estudio

Quizá, como siempre ocurre, lo mejor de todo eran los llamados viajes de estudio que significaban unas dos semanas recorriendo algunas regiones del país en un periplo que ni era de estudios ni tampoco de prácticas periodísticas como se estilizaba reportar a la dirección de la facultad.

Por aquí el autobús arrancaba y cuando iba saliendo de la ciudad esquivando el alto, una chica, elegida ex profeso, se levantaba y anunciaba a todos la siguiente frase bíblica:

“Todo lo que pase aquí… aquí queda”.

Así, y cuando el autobús iba en carretera, como por arte de magia se habían formado decenas de parejas, mínimo, 15, las que alcanzaban.

Y, por supuesto, la ley del silencio se imponía como si fuera el gran secreto de la confesión, pues solía ocurrir que con una pareja se viajaba y con otra se regresaba, sin que nadie se celara entre sí ni anidara la envidia ni el resentimiento.

VIERNES

Primeras letras del periodismo

Así, la generación aquella aprendió las primeras letras de periodismo en una facultad donde el programa de estudios solo formaba reporteros y editores.

Pero, además, donde la flexibilidad académica era tanta que permitía combinar el estudio con el trabajo, de tal forma que muchos de aquellos compitas entraron a chambear en un periódico desde el primer año, que entonces así funcionaba la UV.

En la mañana y en la tarde, clases. Y en la tarde/noche, salir de prisa al periódico para trabajar en la sala de redacción que constituye la mejor escuela para la enseñanza del oficio, porque oyendo el crepitar del teletipo y del linotipo, oliendo la tinta y estremeciendo el alma con el vibrar de la rotativa imprimiendo el diario se aprende a amar el oficio.

Tal cual, durante la mañana se aprendía la teoría de la famosa pirámide invertida para escribir textos y en la noche la teoría se aplicaba a la práctica, que era más intensa, porque significaba la prueba de fuego.

Es más, en el oficio periodístico nada enseña tanto como la sala de redacción porque la bilirrubina y la neurosis alcanza el nivel más estresante que ayuda a desarrollar nervios de acero porque la toma de decisiones es rápida, pero al mismo tiempo, ha de ser eficiente en un trabajo colectivo que significa el proceso editorial.

Hacia la madrugada cuando terminaba la edición del día, el reportero descubría que estaba acostumbrado a vivir de noche y por tanto, a esa hora la vida apenas empezaba en el antro más cercano…

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