Cómo Aprendì a Manejar
J. CRUZSANTES
No cabe duda que la estupidez aflora en cualquier momento. En un niño, o en mi caso, en un púber de casi doce años, tiene excusa. Pero en un hombre maduro como don Alejandro quién me enseñó a manejar, no tiene justificación.
Cuando me dijo a bocajarro que mi primera lección de manejo iniciaba en ese preciso momento en que íbamos descendiendo la carretera llena de curvas más o menos pronunciadas con tramos asfaltados y terracería, además con docenas de baches para darle sabor al caldo, es que me ofreció su asiento de conductor para manejar por primera vez en mi vida aquel auto que no era de él y mucho menos mío; tampoco era un coche pequeño ni mediano y mucho menos de velocidades automáticas. El volante al que me enfrenté era un enorme círculo como igual de grandota era la palanca de velocidades. Camión de carga marca Dina de los años 50 donde cabían de pie no menos de setenta personas. Pero cuando don Alejandro Esparza se hizo a la orilla de la carretera para que yo tomara el volante iba lleno de trabajadores petroleros -unos cuarenta aproximadamente- utilizado para transporte de trabajadores del centro de la ciudad a los pozos. Todos apilados, apretujados y parados sujetos entre ellos de los cinturones del pantalón; del hombro y de los tubos de las redilas.
Sin que don Alejandro midiera el peligro bajó del inmenso camión, le dio la vuelta por el frente, abrió la puerta del pasajero y arrempujándome hacia el asiento del chofer brincando la palanca de velocidades, tomé el volante, metí el embrague y el hizo los cambios de velocidad con todas las dificultades que podría haber al apenas alcanzar con la punta del zapato los tres pedales: el embrague para el pie izquierdo y el freno y acelerador para el pie derecho.
Los inocentes trabajadores se dieron cuenta de quién tomaba el volante: un chamaco flacucho y sin la menor idea de cómo manejar un auto. El que fuese. No recuerdo si alguno se desmayó o le mentó la madre a don Alejandro, pero lo que si recuerdo es cuando en otra ocasión, ahora sí, en su propio auto, viví peliculesca aventura.
Al mes de mi primera lección, don Alejandro tuvo que dejar el trabajo de transitorio de PEMEX cuando se enfrentó a la empresa y al sindicato para que explicara su errática conducta de dejarme manejar ese monstruo de camión. Y no le quedó otro remedio que dedicarse a vender servilletas, cerillos, veladoras, prendedores, popotes, papel, pasadores para pelo y mil artículos menores que yo le acompañaba a vender en mis ratos libres, en los tendajones de la ciudad y de las afueras, hasta Papantla y otras rancherías.
Para tal efecto compró un vetusto coche de 1940 o 41 que para el año 1959 fecha de estos aconteceres, era un auto casi ciudadano. Que esa edad para una muchacha o un muchacho eso viene bien, pero para un auto es para dar lástima.
Fue en este “cacharro” como dijera Roberto Carlos, mi admirado cantante y compositor brasileño, donde aprendí a manejar. Para encender el motor se le daba cuerda o “cran” como antes se decía, con una manivela en la punta del cofre; aún no se inventaba la llave de encendido. Desarrollaba la vertiginosa velocidad de 50 kph a la que nunca llegó con don Alejandro ni conmigo, so pena de quedar desbaratado por la vibración. Pero vistas las cosas 50 años después, bien se hubiese visto en el malecón de mi ciudad donde la velocidad máxima es de 30 km por hora. O en la hermosa ciudad Vinci, tierra natal de Leonardo, en la región Toscana de Florencia que a la entrada del pueblo está escrito “velocitá della luce 30 kph”.
Su palanca de velocidades, montada al volante, tenía el defecto ¡y cómo no! de zafarse con facilidad en cualquier momento y circunstancia y el freno de mano que antiguamente era de pie, entraba cuando quería.
Cierto día que salimos a vender a Papantla, la ciudad que perfuma al mundo enclavada en la mera sierra de calles que suben y bajan y sin pavimentar, dejé a la carcachita muy confiado en una bajada como si tal cosa. Sin el freno de mano y sin haberme acordado de que la palanca de velocidades se zafaba con facilidad. Salimos a la venta con los paquetes de mercancía cargados como cartones de cerveza a ofrecer los productos a la tiendita más cercana. Unos veinte metros de distancia del auto.
Estábamos enfrascados en la compra-venta cuando vi la cara de asombro del tendero que al mismo tiempo señalaba para afuera. Voltié y vi horrorizado cómo el vetusto automóvil iba agarrando velocidad en bajada y sin piloto al volante y con un muro de contención al final de la cuneta: la barda frontal de una casa que cada vez se hacía más cercana.
Corrí desesperado dizque para detenerlo al tiempo que me creí una mezcla de Flash y Supermán que cuando lo llaman a una urgencia corre quitándose la ropa paso a paso para dejar al descubierto la S en su pecho y el traje azul con calzones rojos. Y de un salto alcancé la manija de la puerta, la abrí, la cerré, me dio tiempo de sentarme al volante, lo tomé con firmeza y oprimí el freno. No agarró a la primera ni a la segunda bombeada. Tampoco a la tercera y creo que ni a la cuarta porque el pobre cochecito cada vez agarraba más velocidad y finalmente se estrelló.
Medio apendejado por el impacto salí a ver el desperfecto. Pérdida total. Pensé. Y no fallé en el diagnóstico. Don Alejandro muy considerado me consoló y me dijo que no me preocupara, que al fin y al cabo el pobrecito ya estaba muy viejo y lo mejor era sacar la mercancía y dejarla encargada para volver a Poza Rica. Así lo hicimos pero durante todo el trayecto a casa un solo pensamiento me invadió ¿Qué hubiera pasado si en mi primera clase de manejo me estrello con cuarenta trabajadores petroleros montados en el inmenso camión. ¿Estaría yo escribiendo esto?
PARA ENTENDERNOS MEJOR: Sé bien que la Real Academia dice TENDEJONES y no tendajones, como aquí queda escrito; como TERRECERÍA y no terracería como siempre lo hemos pronunciado. Igual pasa con VOLTIÉ, sé que se escribe VOLTEÉ, pero por ahora me rebelo a las sangronadas de la Real Academia. Por otra parte “darle cran” significa matar o deshacerse de algo o alguien. Lo correcto es “darle crank” que es girar la manivela. Pero por aquellos tiempos como también ahora, pronunciar mal las palabras en español e inglés no tiene la menor importancia, dijera Arturo de Córdoba.
En 1959 la ciudadanía se obtenía a los 21 años, no a los 18 como ahora, que fue a partir del 22 de diciembre de 1969. 10 años después.
La llave para auto nació en 1949, por la Chrysler. Pero como dice a historia, a principios del siglo pasado apareció una pero sin trascendencia.
j.cruzsantes