viernes, abril 26, 2024

COSAS DE MI PUEBLO: MIS MAESTROS

j.cruzsantes

Esta historia es real como todas las que he escrito, pero no me gusta mucho. Espero que a ustedes también no les guste.

Los tiempos cambian, ni que dudarlo. Mi época de estudiante de primaria a preparatoria fue diametral a la actual. Y cómo no habría de serlo medio siglo después. Los maestros – por principio de cuentas- nunca hicieron paro de labores por ninguna excusa. Sino al contrario, se esforzaron para que aprovecháramos al máximo manteniéndonos ocupados y al tanto de la ciencia y las artes. La idea era no estar de flojos y hasta donde recuerdo no había maestro que se incapacitara con el pretexto de enfermedad.

Convivían con nosotros, tanto maestras como maestros y nunca hubo roces entre padres y ellos a pesar de que por aquel entonces era permitido, o tal vez sea más correcto decir, tolerado, jalarnos las orejas y darnos con el chilillo en las nalgas. Tomaba el maestro con su diestra la varita y con la siniestra estiraba el pantalón para que la nalga quedara resaltada y ahí colocaba inmisericorde tres chilazos. La vergüenza era llorar delante de las niñas, así que nada de lágrimas. En la secundaria era frecuente la jalada de patillas. El maestro hacía como que nos peinaba la patilla, luego, desde abajo de ella escogía tres o cuatro pelillos y los jalaba hacia arriba con intensidad creciente hasta hacernos parar con un rictus de dolor. Para entonces nos acordábamos de su mamá. Pero desde luego que no lo gritábamos.

El maestro Choyo, que así llamábamos cariñosamente al de matemáticas, se distinguía por tres cosas: La primera, por el dominio de su materia y su grandísima capacidad para enseñar hasta a las piedras; la segunda, por el amor profundo a su ministerio; y la tercera, por su certera puntería de colocar el pedazo de gis en la cabeza del alumno que no ponía atención o que copiara en el examen.

En la prepa la cosa era diferente. No había castigo corporal ni cosa parecida. Si acaso una llamada de atención comedida y una observación a estudiar con más ahínco, pero nada más. A excepción de aquel maestro de Lógica que quiso reprobarme por escribirle en el pizarrón el lugar de la nariz. Historia conocida por quienes tengo a bien que me lean.

No todo fue miel sobre hojuelas. Hubo maestros burlones, sarcásticos, sui géneris y sangrones. Pero por fortuna predominaron los maestros a quienes el tiempo los ha fijado, pulido y dado esplendor, como las palabras del diccionario, que es lema de la Real Academia Española de Lengua. Así han quedado grabadas en mi mente y seguramente también en mis condiscípulos.

El respeto hacia ellos era profundo y asimismo nos prodigaban igual cuidado. Además, ellos honraban su profesión. Y así, antaño, como decía mi padre, en todo pueblo había tres autoridades morales: el médico, el sacerdote y el maestro.

Ahora ya se sabe cómo andan esas tres autoridades morales.

Qué capaz que entonces alguien les faltara al respeto. O que lo tuteara o que le replicara. O como me tocó sufrir en cierto período de mi larga carrera de maestro universitario en la Facultad de Medicina, en que los alumnos durante la clase tomaran refrescos, comieran o fumaran, al tiempo que alguna alumna llevara a su hijo de brazos sin restricción alguna, en aras de libertades ganadas por la lucha estudiantil. Cualquier cosa que eso signifique.

Sin embargo, la singularidad de algunos de mis maestros me llamó siempre la atención, porque dentro de los cánones rígidos de ese entonces hubo ciertas licencias con algunos alumnos al tiempo que la imagen de otros se desmoronó con el curso de los años. De los últimos, recuerdo a uno que lo distinguían dos cosas: un verrugoso lunar adornado con unos cuantos pelos como púas en la parte media de su frente del lado izquierdo, y su peculiar caminar, que hasta este día desconozco por qué caminaba así: caminaba recto, excesivamente derechito, con las nalgas paradas y el pecho saliente, que como símil a un militar, parecería éste un desgarbado soldado. Fumador excesivo,  sangrón y arbitrario. Lo recuerdo con miedo o algo parecido. Decía muy ufano: “En mi clase no debe oírse ni el zumbido de una mosca”. Si alguien le replicaba respondía en voz alta, ronca y rasposa como frotando cada una de las sílabas: “¡cállese! no responda” pero si el alumno volvía con humildad a responder con voz baja y cabeza gacha, el inmisericorde profesor aumentaba más el volumen de su fricante voz y respondía con enojo “¡cállese! Y tiene 10 de calificación, señor” El alumno, entre sorprendido y alegre por tan magnífica calificación otorgada sin aparente razón, agradecía ingenuo “gracias maestro” a lo que él, como era, sarcástico y engreído, respondía con más sorna: “5 en abril y 5 en mayo, señor”. O también, si durante el examen su dedo flamígero apuntaba a alguien porque según estuviera copiando, y ante la negativa del infausto, el maestro le decía también burlón: “no hable señor, lo vi moviendo la pestaña cuarenta y ocho del ojo izquierdo. ¡Sálgase señor!”.

También fue absurdo y mal comediante. Los días de examen, ritualmente entraba al salón contando los pasos desde la puerta de entrada al salón hasta la pared de enfrente. Luego, dividía esa cantidad entre 2 y volvía a contar el número de pasos. A esa exacta mitad se enclavaba tan erecto como era, se cruzaba de brazos y pobrecito del alumno que se moviera sin sentido en su asiento porque inevitablemente lo acusaba de estar copiando repitiendo su conocida expresión: ¡cállese! Lo vi mover la pestaña 30 del ojo izquierdo” que para fines de estar jodiendo daba lo mismo cualquier ojo y cualquier pestaña. Incluso, si fuera del párpado superior o inferior.

El maestro de literatura española, a la que él mismo llamaba a su clase, “de leperatura” hacia mancuerna con nuestro condiscípulo “la jaiba”  al que solamente a él le permitía todo tipo de lenguaje, que incluía el doble sentido y las palabras malsonantes que ningún otro alumno diría a éste ni otro maestro. Esa amistad, por llamarla así, no sé dónde nació, si ya se conocían antes o desde la escuela, de tal manera que entre la jaiba y Gorgonio, el nombre de pila del maestro, había gran empatía.

Sabedor de sus influencias con el maestro la jaiba se sentaba hasta atrás con las zapatos sobre el mesabanco de adelante y el maestro Gorgonio le gritaba: “Siéntate bien pinche jaiba o es que así se sienta tú madre”; y éste replicaba: “Es que estoy cansado Gorgonio” y así se hacía un intercambio de palabras entre uno y el otro, pero la jaiba sabía dónde atacar y en un minuto le decía al maestro todas las veces que podía: “Si maestro Gorgonio; como tú digas Gorgonio; está bien Gorgonio; no lo vuelvo hacer Gorgonio…” hasta que el maestro Gorgonio al que apodamos la “morsa” por su cara redonda y  bigote de pelos erizados semejante a ese carnívoro marino, gritaba entre enojo y súplica: “Pinche jaiba, mejor miéntame la madre pero no me llames Gorgonio…”

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