Escenarios

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•Políticos “ferozmente honestos”

•También eran reporteros

•Un país atrapado en la corrupción

Luis Velázquez

Uno. Políticos “ferozmente honestos”

Hay un generación de políticos (también eran reporteros), honestos. “Ferozmente honestos” les llama Paco Ignacio Taibo II. Eran hombres, decía don Daniel Cosío Villegas, “pero parecían gigantes”.

Taibo los describe con precisión:

Eran “celosos de su independencia y espíritu crítico. Honestos, hasta la absoluta pobreza. Incorruptibles. Obsesionados por la educación popular, hijos de la iluminación, las luces, el progreso, el conocimiento, la ilustración, la ciencia”. (Patria, Taibo II, editorial Planeta)

Sigue Taibo:

“Poetas que se trasmutaban en generales, periodistas que se volvían ministros”, reporteros que mudaban en legisladores, legisladores que regresaban al periodismo.

Guillermo Prieto describe sus orígenes:

“Ignacio Zaragoza, sastre y dependiente. Ignacio Comonfort, empleado oscuro de aduanas. Santos Degollado, empleado y contador de la catedral de Morelia”.

Añade Taibo:

“Guillermo Prieto, panadero fracasado y poeta populachero. González Ortega, tinterillo. Melchor Ocampo, heredero agrario, provinciano erudito hasta la saciedad. Santos Degollado, sastre que cosía botones y remendaba la ropa de sus oficiales. Ignacio Ramírez e Ignacio Manuel Altamirano, indígenas puros”.

Entre otros.

Varios de ellos fueron ministros con Benito Juárez en la presidencia de la república. Y cuando vieron que Juárez cayó en la tentación de la reelección, le renunciaron. En masa. Firmes. Ferozmente firmes.

Ignacio Ramírez muere en la Ciudad de México. En la noche, Juárez envía a un ministro de su confianza. Y le lleva dinerito a la viuda. Y le dice que Juárez le regala una casita.

“Gracias”, revira la esposa. “Ignacio Ramírez me dijo que tal pasaría. Y que rechazara el apoyo de Juárez”.

Y eso que vivían en la pobreza en una casita en las goteras de la ciudad.

Ellos lucharon en la tribuna y en el cabildeo legislativo y desde la prensa por la Reforma, aquella que separa al Estado de la Iglesia, con la que Juárez entra a la historia.

Por desgracia, ha sido la única generación política honesta, íntegra, en el país.

Luego, Porfirio Díaz, el soldado ejemplar que luchara en Puebla contra la invasión francesa, llega al poder. Y se vuelve un tirano. Y se corrompe y corrompe. Y desde entonces, la patria está gobernada por políticos insaciable y asquerosamente corruptos, pillos y ladrones.

Hoy, por ejemplo, hay diecisiete ex gobernadores en la mira. Unos, presos. Otros prófugos. Otros indiciados.

Y si hay excepciones, políticos honestos, sabrá el Señor Todopoderoso el lugar del país dónde se encuentren.

Dos. Políticos y escritores

Aquellos “hombres que parecían gigantes” por su honestidad “a prueba de bomba”, también eran cultos y escribían. Escribían en los periódicos y escribían libros, novelas, cuentos, poemas, ensayos.

Francisco Zarco, por ejemplo, escribió y publicó veinte libros.

Guillermo Prieto, 32.

Ignacio Ramírez, El nigromante, ocho.

Ignacio Manuel Altamirano, veinticuatro.

Riva Palacio, once.

Manuel Payno, diecisiete.

Melchor Ocampo, cinco.

Más aún:

Ignacio Ramírez trabajó en veintiún periódicos, siempre atrás de su legítimo y fervoroso sueño, el más importante en la vida de un ser humano, como es el ejercicio de la libertad.

Guillermo Prieto fundó media docena de periódicos.

Francisco Zarco escribía editoriales todos los días y hasta de veinticinco cuartillas.

Todavía más, según Taibo II:

A todos ellos, “los salvaba el sentido del humor, punzante, maligno, como el del general González Ortega, poeta comecuras en la adolescencia, la broma amarga de Ignacio Ramírez, la permanente y desvergonzada sátira de Guillermo Prieto.

Y los mejoraba su ingenio, su capacidad de resistir las críticas, que se expresaban en una defensa a ultranza de la libertad de expresión”.

A los diez años de edad, un sacerdote del pueblo le muestra a Melchor Ocampo una botella que estaba en el altar de la parroquia y le dice:

“Esta es lechita de la Virgen María”.

Y Melchor Ocampo le contesta con la siguiente pregunta:

“Y quién ordeñó a la Virgen María?”.

A los diecinueve años de edad, Ignacio Ramírez entra a la Academia de Letras en la Ciudad de México.

Y su discurso lo inicia con tres palabras que retumban y estremecen a la iglesia y a los políticos:

“¡Dios no existe!”.

Tres. Un momento efímero

Eran honestos y eran humildes.

Un día, Antonio López de Santa Anna llega a Oaxaca y le organizan una recepción estruendosa.

Un niño de diez años de edad, indígena, vestido de indígena, descalzo, le sirve el café.

Ese niño se llama Benito Juárez García.

Muchos años después, cuando aquellos “hombres que parecían gigantes” lo cuestionan, Santa Anna refunde en su cárcel privada, el castillo de San Juan de Ulúa, a Benito Juárez y Melchor Ocampo, y meses después, los exilia.

Un tiempo en el exilio, Juárez, como Ocampo, regresan a México. Se van a Guerrero con el general Juan Alvarez, que se ha levantado en armas en contra de Santa Anna.

Juárez llega al campamento de aquel general vestido como indito, omitiendo su nombre.

“Quiero unirme a su causa”, le dice.

Semanas después, le llega a Juárez una correspondencia en aquel campamento. Y en la carta dice:

“Benito Juárez García”.

Y cuando el general es informado busca a Juárez en medio de la tropa.

“¿Por qué no me dijo usted quién era?”

“Porque soy un simple soldado a sus órdenes”.

Ellos eran “ferozmente honestos”. Lamentable, doloroso, triste incluso, que sólo fueron un relámpago, un instante, un momento demasiado efímero en la larga y extensa noche de la corrupción política.