Sobrevivir en un cementerio, la realidad en Sudán del Sur

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Sudán.- Sobrevivir. Esta es la meta de millones de personas atrapadas en la guerra civil que desde 2013 está devastando a Sudán del Sur, el estado más joven del mundo.

Los campos de acogida están saturados, la comida escasea y, por lo tanto, para sobrevivir los desplazados se ven obligados a instalarse donde pueden. Incluso en los cementerios, como han hecho 300 civiles de etnia mundari en la capital del país, Juba.

En diciembre de 2013 Salva Kiir Mayardit -que fue elegido presidente en 2011, cuando el país se independizó de Sudán- culpó a su vicepresidente Riek Machar de un intento de golpe de Estado, cosa que le obligó a exiliarse.

El primero es dinka, el grupo étnico más grande del país, mientras que el segundo es nuer, la principal minoría étnica. Fue entonces cuando comenzó una cruenta guerra civil entre los dos grupos militares leales a estos dos poderosos hombres.

Desde el estallido del conflicto hasta la fecha más de un millón y medio de personas han tenido que escapar de la guerra, la violencia y el hambre y han solicitado asilo en Uganda, Kenia, Etiopía, Sudán y la República Centroafricana, todos países fronterizos.

Otros dos millones están bloqueados en Sudán del Sur y han encontrado refugio en zonas más seguras, como la ciudad de Juba.

El cementerio católico de Hai-Malakal se remonta a los años 70. Ubicado en el centro de Juba, en la orilla del río Nilo Blanco, en la última década ha sido prácticamente abandonado por las autoridades civiles y religiosas, y se ha convertido en un vertedero.

Sin embargo, los residuos, el aire insalubre, las ratas, los insectos y la falta de servicios sanitarios mínimos no han hecho desistir a la gran comunidad de mundaris, una minoría étnica de Sudán del Sur, que se han instalado allí.

«Aquí en Hai-Malakal -explica John, de 24 años, una de los pocos de la comunidad que ha estudiado y habla inglés, el idioma oficial de Sudán del Sur- hay más vivos que muertos. En total somos unas 300 personas, todas de la etnia mundari y provenientes de Terekeka”.

“Los mundari están a merced de los acontecimientos y terminan siempre en medio de los enfrentamientos entre los dinka y los nuer. Nosotros somos gente pacífica, agricultores y ganaderos, pero la violencia actual no nos permite desarrollar nuestras vidas con normalidad”, señala.

Dice que “por esta razón decidimos irnos y recorrer a pie los 80 kilómetros que nos separaban de Juba, donde al menos no hay guerra».

Y añade: «Hace tres años que vivimos aquí, no hemos encontrado nada mejor. Todos somos cristianos católicos y estamos desolados por haber perturbado a los muertos, pero no teníamos alternativa”.

“El estado y las principales organizaciones internacionales, que no nos consideran una parte de la población con un alto riesgo de sufrir violencia étnica, no nos acogen en sus campamentos de desplazados”, indica.

Menciona que “la última vez que los funcionarios de ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) y del estado se presentaron fue hace al menos dos años. Nos prometieron ayuda en forma de alimentos y medicinas, pero nadie volvió».

Rascacielos en construcción en el fondo; niños que juegan entre las tumbas; mujeres que cuelgan la ropa en las cruces; pequeños huertos levantados en unos pocos metros cuadrados; botes que contienen agua del río Nilo Blanco, que se utiliza tanto para beber como para lavarse…

Asimismo, chozas con paredes de lata y techos de plástico; montículos de residuos que desprenden un olor nauseabundo; moscas y mosquitos que no dan ni un momento de respiro a los más pequeños, a menudo con enjambres enteros en la cara; enfermedades fácilmente tratables pero que, aquí, matan. Esto es, por encima, el cementerio de Hai-Malakal.

Robert Taha, de 53 años, es el jefe de la comunidad de Hai-Malakal. Fue él quien, hace tres años, con el campo recién creado, dio la idea de construir una iglesia en un pequeño espacio en el perímetro del cementerio.

Las cuatro paredes de la iglesia están hechas con finos troncos de árboles. En el interior no hay ni siquiera un banco. La estructura es identificable como una iglesia sólo por la llamativa cruz de madera que hay en la puerta de entrada.

«No soy sacerdote -dice Robert-, pero sí es verdad que aquí soy la figura que más se asemeja a ello. Necesitábamos un lugar para orar, así que construimos esta iglesia, que bautizamos con el nombre de Santa María”.

“Habíamos intentado –platica- pedir a las iglesias la asistencia de un sacerdote al menos para la misa del domingo, pero nunca nos dieron una respuesta. Así, desde hace años soy yo quien celebra la misa todos los días, mañana, tarde y noche. Todos participan asiduamente porque somos buenos cristianos».

Y respecto a los rumores que insisten que pronto el papa Francisco visitará Sudán del Sur -un país con una abrumadora mayoría cristiana- con el fin de enviar un fuerte mensaje de paz a las partes en conflicto, Robert comenta: «Nos haría muy felices que el Papa viniese aquí a Hai-Malakal a darnos su bendición”.

“Sería un gran honor acogerlo en nuestra iglesia de Santa María. Pero, por desgracia, sabemos que esto nunca sucederá: aquí las iglesias nos ignoran o casi desconocen nuestra existencia, imagínate si puede estar al corriente él”.

“Pero estamos seguros de que si visitase Juba las cosas mejorarían para todo el mundo, y por lo tanto también para nosotros, y podríamos volver a casa. El Papa Francisco es el único que puede ayudar a Sudán del Sur», asegura.